Impaciente. Llevo unos días hambrienta de prisa, buscando algo, no sé qué, algo. Señales que me ayuden a comprender el misterio de las horas que huyen, del tiempo que espolvorea ceniza en mi pelo, de todos los porqués sin respuesta que me cortan el sueño de madrugada. Esto de pensar, mata.
Me levanto y le pido a la luna que antes de irse a dormir me conceda un deseo: una coincidencia, una sincronía. Que me dé fe y sentido para el día que empieza.
Estoy cansada. Salgo de trabajar y me voy a rehabilitación. Es mi tercera semana con la nueva rutina y no puedo más. El centro está lejos, a cuarenta minutos de la oficina, a otros cuarenta de mi casa. A la ida y a la vuelta me acompañan las chicharras, cada vez más nerviosas, su canto desgarrador me retumba en los oídos. Callaos ya, callaos ya… yo también me muero de calor.
Llego al centro y ya reconozco a la gente. Siempre nos citan en el mismo turno. Hay quien murmura hola, hay quien ni siquiera me sonríe. Qué ganas van a tener de sonreír, pienso, con lo que les dolerá el hombro o la rodilla o el pie, como a mí…
Nadie habla con nadie.
Excepto para hacer la pregunta obligatoria: «Perdona, ¿estás usando la camilla?». Así una tarde y la siguiente y la otra y la otra… de lunes a viernes nos cruzamos por los pasillos como si nos cruzáramos en un paso de peatones. Es decir, ignorándonos.
Después de los ejercicios, me toca entrar en la sala de las ondas de choque. Ocho sillas dispuestas a lo largo de las cuatro paredes. Entre cada dos, unas máquinas de las que cuelgan muchos cables. Me siento y me los pegan al cuerpo. De allí no me puedo mover en quince minutos. Ni yo ni ninguna de esas personas que tengo a los lados y enfrente. Tan atados, tan lisiados, tan vulnerables.
Nadie mira a nadie.
La mayoría se encierran en su móvil. Alguno hasta sonríe. ¿Ahora sí te apetece? Me pregunto con cuánta gente estarán interactuando en este momento, gente que a lo mejor ni siquiera han visto en persona o que conocen incluso menos que a mí. Me da risa. Qué surrealista. Y más surrealista es que yo vaya pidiéndole señales de no se qué, algo, a la luna.
De pronto, se oyen voces. Alguien chapurrea español con el fisioterapeuta. Miro a la puerta y enseguida sé quién es: una mujer de melena frondosa a la que hace días que no veía. Se deja caer en la silla y los rizos rebotan sobre su frente. Parece bastante angustiada, pero le cuesta expresarse. La señora que tiene a su izquierda la mira de reojo y muy bajito le pregunta si va todo bien.
Alguien habla con alguien por primera vez.
Apoyo el ebook en mis muslos y finjo que sigo leyendo, pero lo que de verdad me interesa es la mismísima vida.
La chica cuenta que no podrá completar las sesiones: la han echado del hostel donde se aloja. Habla de algunos problemas burocráticos. Si no encuentra algo pronto, no le quedará más remedio que volverse a Estados Unidos sin operarse y eso sería terrible, porque allí el coste de las dos cirugías que necesita no se lo puede permitir.
Conforme habla, algunos ojos abandonan las pantallas. Un chico se quita uno de los auriculares disimuladamente. Me da la sensación de que temen que se confunda la humanidad con el cotilleo. El nuevo silencio es distinto, las pupilas revolotean como libélulas.
Todos pendientes de todos.
Desde una de las esquinas, una mujer se inclina hacia adelante y tose. Va a decir algo, no cabe duda. Es la tos que espabila a la garganta aletargada y le da un empujón a la timidez. Yo soy agente inmobiliario, puedo ayudarte a encontrar una habitación a buen precio.
La escucho y la sorpresa me hace cosquillas en el pecho. Ay, ay, ay. La señal. La coincidencia. Me da más risa. Yo la quería para mí, pero esto es muchísimo mejor, ¿no?
Con amor,
Luisa
Qué tierno❤️